«Laura es bióloga, tiene 46 años, y desde hace 20 que está estudiando a las especies en peligro de extinción. Hoy va a dar una conferencia frente a numerosas personas en una universidad muy prestigiosa. Laura siente que le va a ir mal, que no se preparó lo suficiente, que se va a olvidar de las palabras y va a quedar expuesta frente a todas esas personas, quienes descubrirán que en realidad no sabe nada». ¿Te resulta familiar esta situación?
Desde que nacemos, nuestro círculo íntimo nos enseña a hablar y a expresar nuestras necesidades. Al principio, lo hacemos mediante la gestualidad y el lenguaje corporal, hasta que por fin pronunciamos nuestra primera palabra y poco a poco vamos incorporando más vocabulario y explorando la oralidad: cantamos muchas veces las mismas canciones, recitamos las mismas estrofas, escuchamos los mismos cuentos. De esta forma, vamos consolidando nuestra memoria y fijando nuevas palabras.
Una vez que ingresamos a las instituciones educativas, esa oralidad va corriéndose gradualmente hasta dejarle paso a la escritura. La escuela que formó a la mayoría de las generaciones contemporáneas se sentó en las bases de una cultura letrada, donde todo el conocimiento radicaba en el libro y en la figura del docente que venía a iluminarnos con sus conocimientos. Si bien había profesores y profesoras que le prestaban más atención a la oralidad, por lo general se abordaba como una cualidad innata de algunas personas y no como una habilidad que requería de dinámicas concretas de enseñanza y aprendizaje.
La práctica de tomar una lección, por ejemplo, muchas veces estaba sujeta a repetir textos como loros, deshabilitando la apropiación idónea del contenido y las diversas formas de expresarlo. Cuanto más nos aproximábamos al texto original, frase por frase y punto por punto, más alto era el puntaje. Sin embargo, pasaban los días y ese conocimiento se evaporaba.
Por otro lado, si bien es cierto que hay personas que son más extrovertidas que otras por los propios rasgos de su personalidad, esto no quiere decir que la oralidad sea asunto exclusivo de estas personas. Enseñar a comunicarnos implica una tarea de mucho amor y autoconocimiento porque, sin dudas, la base de una buena comunicación es la confianza. Si no confiamos en nosotras y en nosotros mismos, en que nuestro conocimiento es válido, en el potencial de nuestra idea, mucho menos lo harán quienes nos están escuchando.
Entonces, ¿cómo aprender a hablar frente a muchas personas? ¿cómo pararse en un auditorio sin sentir que nos vamos a caer redondos al piso? Como apasionada y estudiosa del campo de la Oratoria, rescato tres pilares básicos: la práctica de la voz y de lo que tenemos para decir, el hablarse de manera positiva y el visualizarse disfrutando de la experiencia. Así que antes de pronunciar tu discurso, mirate en el espejo y decite con una sonrisa: ¡Sí, puedo!